La Belle Époque
Belle Époque se uso
para llamar a la época de la historia de Europa comprendido entre las
últimas dos décadas del siglo XIX y el estallido de la Gran Guerra de
1914. Entre abril y noviembre de 1900.
París fue sede de una espectacular Exposición Universal,
fue visitada por cerca de cuarenta millones de personas. Mostró ante
todo una realidad: la extraordinaria confianza que Europa tenía en sus
valores y en el futuro. La ascendencia del pensamiento, del arte, de la
literatura, de la música (Wagner, Verdi, Puccini) europeos, era en 1900
indiscutible. Londres era en ese año «el corazón del mundo» (en
palabras de H. G. Wells). París era el centro del arte y de la vida
elegante, que tenían su prolongación en Montecarlo, la Costa Azul,
Brighton, el Lido veneciano, la Riviera italiana, Baden-Baden, Biarritz
(y cerca de ésta, y para España, en San Sebastián). Berlín, Viena,
Praga, Múnich, Barcelona, Roma, Florencia eran los epicentros de la
modernidad. El mundo parecía fascinado por el legado histórico y
artístico de la civilización europea: el mejor novelista
norteamericano, Henry James (1843- 1916), hizo de ello el tema de varias
de sus mejores obras (Daisy Miller, Retrato de una dama, La copa
dorada). Magnates americanos como Frick, Mellon o Isabella S. Gardner
compraron fabulosas colecciones de pintura europea.
Sin duda, gran
parte de Europa, tal vez el 50% de la Europa occidental y un 90% de la
Europa del Este seguían siendo una Europa rural. Pero ello era en parte
engañoso. Londres, con 6,5 habitantes en 1900, era el centro
financiero del mundo, un puerto fluvial de actividad trepidante e
intensa, y el principal núcleo industrial de su país. Centralizaba la
red nacional de carreteras y ferrocarriles, que basculaban sobre sus
grandes estaciones (Victoria, Paddington, Euston, Waterloo). Desde
1900-1910 disponía de una completa red de metro electrificada. Tenía
autobuses urbanos desde 1904, y taxis desde 1907. Era el centro del
gobierno y del Imperio británico, administrado desde Whitehall. Estaba
bien dotado de grandes hoteles, restaurantes y cafés de lujo (como el
Royal, local favorito de Oscar Wilde); de grandes museos y centro de
arte (el Museo Británico, la Galería Nacional, la Galería Tate
abierta en 1897, el Museo Victoria y Alberto de 1909). Londres era la
capital del consumo con grandes almacenes como Harrod’s (1905), Marks
and Spencer (1907) y Selfridges (1909), además del comercio de lujo
para la aristocracia y la alta sociedad en calles como Bond y Jermyn.
La sociedad en la Belle Époque
Las
dos últimas décadas del siglo XIX y primeros años del XX la Belle
Époque, como nostálgicamente se le llamó en Francia después de la
Primera Guerra Mundial (equivalente a la edad dorada de los Estados
Unidos y a la Inglaterra eduardiana) fueron para Europa una etapa de
profundas transformaciones económicas y sociales. La segunda
revolución industrial (acero, electricidad, industria química…), el
desarrollo industrial y urbano, multiplicaron las oportunidades de
empleo y de movilidad social. Las clases medias médicos, abogados,
arquitectos, ingenieros, funcionarios, profesores, comerciantes,
propietarios, empleados, administradores, técnicos, intermediarios,
viajantes, almacenistas, etcétera fueron las principales beneficiarias
de ello. El sector servicios ocupaba en Gran Bretaña en 1911, por
ejemplo, al 45,3% de la población laboral; un 30% de la población se
definía como clase media. La clase obrera industrial, vinculada a la
minería, a las industrias siderometalúrgica y química y a los
ferrocarriles, adquirió estabilidad y conciencia de su identidad como
clase: dos hitos de la literatura de la clase obrera europea, Germinal
de Zola y Los tejedores de Gerhart Hauptmann aparecieron en 1885 y 1892,
respectivamente. En torno a 1900, la clase obrera industrial estaba
integrada en Gran Bretaña por unos 13,8 millones de trabajadores (de
ellos, cinco millones de mineros) de una población total de 41
millones, en Alemania por unos once millones (un millón de mineros),
por cerca de seis millones en Francia y en torno a los tres millones en
Rusia y a los 2,5 en Italia.
La vida colectiva se había modificado.
En las grandes ciudades, adquirió un carácter impersonal y anónimo,
donde la ascendencia de las familias y personalidades notables se
circunscribía cada vez más a sus propios círculos y ámbitos clubs,
salones, hipódromos, ópera, casinos, parques o avenidas distinguidas
de la ciudad, lugares de veraneo y donde la influencia de la vida
religiosa y de las iglesias se desvanecía. La prensa conformaría de
forma creciente la conciencia de las masas urbanas. La presencia de
éstas en las calles y lugares públicos, y la aparición de nuevas
formas de cultura colectiva (el music hall, la prensa popular y
sensacionalista, el cine, los espectáculos deportivos), testimoniaban
el cambio.
La aristocracia y la alta burguesía
Las
zonas residenciales elegantes del West End de Londres (Belgravia,
Mayfair) acogían los magníficos edificios de estilo clásico de las
clases acomodadas y las grandes mansiones de la aristocracia, y los
grandes edificios administrativos y de servicios.
El gentleman, prototipo social de la Inglaterra victoriana y eduardiana, cuyas maneras se condensaban en la expresión fair play
(«juego limpio»), fue un ideal de cortesía, comedimiento y mesura. En
París, las clases acomodadas fueron abandonando el centro desde 1880,
desplazándose hacia las proximidades de la Plaza de la Estrella, nuevo y
muy lujoso barrio para la alta sociedad: Proust, por ejemplo, se
instaló en 1919 en el número 44 de la calle Hamelin.
Los elegantes retratos que de la aristocracia y alta burguesía de la Belle Époque europea (y norteamericana) hicieron pintores de gusto convencional y calidad técnica extraordinaria
como John Singer Sargent, Giovanni Goldini, Philip de László y Ander
Thorn (también Sorolla, Zuloaga y otros), expresaban la seguridad que
las clases dirigentes tenían aún –antes de 1914– en sus valores,
estilo de vida y prestigio social. Sargent, concretamente, pintó más
de ochocientos retratos, todos bellísimos.